El mucho hablar me ha
condenado sin juicio ni veredicto a la prisión de mi cuaderno espiralado. En
las letras, escondida en los renglones y párrafos está aquella alma de mi
juventud.
Tan loca como entonces,
pelea, grita y se enoja con la ignorancia de los demás. Lee en soledad libros y
revistas, tiras cómicas y diarios. Sigue día a día con la imaginación desbocada
las aventuras del Eternauta. Sueña el temor de ser un esclavo del Manos (con
dedos hasta el codo) que dirige la invasión de Buenos Aires desde la glorieta
del Botánico y como los sueños, sueños son, la ubica en la Plaza de la
República con el Obelisco.
Allí esperan la orden de sus
dígitos batallones de cascarudos, brigadas de Gurbos y una muchedumbre
alucinada de hombres-robots con teledirectores clavados en la nuca y tan tontos
que no saben siquiera formar.
Los ordeno con prolijos
números romanos hecho todo un General, como lo hiciera César en las Galias,
(sus informes al senado son mi guía, la misma que usó Rommel en la línea
Maginot rodeándola por Sedan y en África. La misma que usó Eisenhower en las
playas de Utah y Omaha el día “D” y Patton en las Ardenas) y marco cada caja de
cartón de cigarrillos Kent que fumaba papá. Allí guardo por una parte, al
ejército alemán (A) con un oficial y un suboficial de la Wehrmacht, seis
soldados de infantería y dos granaderos con Panzerfaust.
Con la letra B al ejército
aliado, lleno de distintas lenguas y donde estuvieron por América del Sur:
Brasil, México, Venezuela, Cuba y Costa Rica. Todos menos Argentina y Uruguay
que, distraídas y sinvergüenzas, comerciaron hasta el último cargamento con el
Eje de Alemania: Italia y Japón.
El oficial y suboficial con
chaqueta M-41 que ocultaba galones y medallas a la vista de los francotiradores
y casco corto. Siete soldados y el granadero con Bazuca. Los dispongo los unos
contra los otros y, según la batalla, las unidades acorazadas ocupan su lugar.
De un lado los Panzer I y II, se mezclan con los Panthers y los Tigers. Del
otro los frágiles Shermans fabricados en USA arden por miles, pero tozudos
cruzan el Atlántico, infinitos, y
triunfan por el número.
¿Es un recuerdo? o, ¿el
recuerdo literario de un recuerdo?
No lo sé ni me importa. Soy
Superman disfrazado de Clark Kent al que ama Luisa Lane, soy Mafalda que
cuestiona al mundo, soy Clemente que, desde la tribuna hace barra, bochinche y
arroja papelitos. Una carcajada surca el aire desde mis labios al recordar al
Clemente “negro”, con un huesito atado a su cabeza. Es el Clemente de Camerún,
cuyo equipo en 1982 casi pasa a las finales del Mundial de Fútbol.
También soy el Isidorito del
coronel Cañones de Patoruzú. En mi sinrazón me creo el perro Mendieta que juega
un ping-pong filosófico con Inodoro Pereyra dibujados por Fontanarrosa.
Los traslados de mis padres
me llevan de escuela en escuela y de compañeros a compañeros. Me llevan a la
soledad que no rechazo y de la que, reflexivo, aprendo.
Viaja conmigo entre las olas
del atlántico, me maravilla con museos y monumentos. Cambia mi lengua al
italiano, al gallego (poco), al francés, al euskera (más poco), y reposa al fin
en el castellano de España.
Deliro en el arrebato del
jardín e invento ¿Invento?, una antigua foto en blanco y negro, descolorida por
las décadas. Soy el pibe grande a la izquierda, el que tiene ocho años y medio
y aferra responsable la mano de su hermano menor. Soy el mismo que lo cuida en
la eternidad.
La eternidad que me espera
para reunirme con todos en una felicidad sin principio ni fin y que me asusta
con su umbral al que llaman muerte.
Vuelvo al jardín y le sonrió.
No será hoy, no será mañana ni nunca. La desafío.
Vienen…, vienen mis hijos y
sobrinos, viene mi nieto y vienen mis nietas, una por nacer, de modo que: —¡Vade retro!, ya te avisaré.
Estoy demasiado ocupado con
la vida como para perder ni un segundo contigo.
Carlos Caro
Paraná, 20 de mayo de 2016
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