25/6/16

Confieso



El mucho hablar me ha condenado sin juicio ni veredicto a la prisión de mi cuaderno espiralado. En las letras, escondida en los renglones y párrafos está aquella alma de mi juventud.

Tan loca como entonces, pelea, grita y se enoja con la ignorancia de los demás. Lee en soledad libros y revistas, tiras cómicas y diarios. Sigue día a día con la imaginación desbocada las aventuras del Eternauta. Sueña el temor de ser un esclavo del Manos (con dedos hasta el codo) que dirige la invasión de Buenos Aires desde la glorieta del Botánico y como los sueños, sueños son, la ubica en la Plaza de la República con el Obelisco.

Allí esperan la orden de sus dígitos batallones de cascarudos, brigadas de Gurbos y una muchedumbre alucinada de hombres-robots con teledirectores clavados en la nuca y tan tontos que no saben siquiera formar.

Los ordeno con prolijos números romanos hecho todo un General, como lo hiciera César en las Galias, (sus informes al senado son mi guía, la misma que usó Rommel en la línea Maginot rodeándola por Sedan y en África. La misma que usó Eisenhower en las playas de Utah y Omaha el día “D” y Patton en las Ardenas) y marco cada caja de cartón de cigarrillos Kent que fumaba papá. Allí guardo por una parte, al ejército alemán (A) con un oficial y un suboficial de la Wehrmacht, seis soldados de infantería y dos granaderos con Panzerfaust.

Con la letra B al ejército aliado, lleno de distintas lenguas y donde estuvieron por América del Sur: Brasil, México, Venezuela, Cuba y Costa Rica. Todos menos Argentina y Uruguay que, distraídas y sinvergüenzas, comerciaron hasta el último cargamento con el Eje de Alemania: Italia y Japón.

El oficial y suboficial con chaqueta M-41 que ocultaba galones y medallas a la vista de los francotiradores y casco corto. Siete soldados y el granadero con Bazuca. Los dispongo los unos contra los otros y, según la batalla, las unidades acorazadas ocupan su lugar. De un lado los Panzer I y II, se mezclan con los Panthers y los Tigers. Del otro los frágiles Shermans fabricados en USA arden por miles, pero tozudos cruzan el Atlántico,  infinitos, y triunfan por el número.

¿Es un recuerdo? o, ¿el recuerdo literario de un recuerdo?

No lo sé ni me importa. Soy Superman disfrazado de Clark Kent al que ama Luisa Lane, soy Mafalda que cuestiona al mundo, soy Clemente que, desde la tribuna hace barra, bochinche y arroja papelitos. Una carcajada surca el aire desde mis labios al recordar al Clemente “negro”, con un huesito atado a su cabeza. Es el Clemente de Camerún, cuyo equipo en 1982 casi pasa a las finales del Mundial de Fútbol.

También soy el Isidorito del coronel Cañones de Patoruzú. En mi sinrazón me creo el perro Mendieta que juega un ping-pong filosófico con Inodoro Pereyra dibujados por Fontanarrosa.

Los traslados de mis padres me llevan de escuela en escuela y de compañeros a compañeros. Me llevan a la soledad que no rechazo y de la que, reflexivo, aprendo.

Viaja conmigo entre las olas del atlántico, me maravilla con museos y monumentos. Cambia mi lengua al italiano, al gallego (poco), al francés, al euskera (más poco), y reposa al fin en el castellano de España.

Deliro en el arrebato del jardín e invento ¿Invento?, una antigua foto en blanco y negro, descolorida por las décadas. Soy el pibe grande a la izquierda, el que tiene ocho años y medio y aferra responsable la mano de su hermano menor. Soy el mismo que lo cuida en la eternidad.

La eternidad que me espera para reunirme con todos en una felicidad sin principio ni fin y que me asusta con su umbral al que llaman muerte.

Vuelvo al jardín y le sonrió. No será hoy, no será mañana ni nunca. La desafío.

Vienen…, vienen mis hijos y sobrinos, viene mi nieto y vienen mis nietas, una por nacer, de modo que: —¡Vade retro!, ya te avisaré.

Estoy demasiado ocupado con la vida como para perder ni un segundo contigo.




Carlos Caro

Paraná, 20 de mayo de 2016

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24/6/16

Aquella ilusión



Salí antes del amanecer con Juana somnolienta al lado. Nos dirigimos hacia la pequeña ciudad de María grande. Precavido, uso las luces del automóvil que se confunden con la claridad del alba. El rumor del motor es cuna y en la soledad de la carretera un bostezo me despabila. Ni siquiera recuerdo el motivo o a quién visitábamos en aquel viaje, pero quedó grabado a fuego en mi cabeza. Aún lo siento como un tatuaje que cosquillea en mi piel.
Justo antes de que se apaguen las farolas, llego al enorme complejo de tréboles y viaductos que permiten cruzar o alcanzar varias autopistas. Haciendo gala de mi GPS mental, tomo el desvío a la derecha, desciendo y cruzo una autovía. Solo dudo un instante al subir por la rampa y retomar. El orgullo debió esconder el primer cartel, sin embargo, no puede negar al segundo que, como si dijera Aracataca, me hace comprender que estoy perdido.
 Doy una vuelta en U y regreso. Apago los faros por la claridad de un amanecer que se presiente con el vuelo de las aves mañaneras y, al reconocer el lugar del equívoco, otra vez giro en redondo. Me detengo tembloroso en la banquina para exorcizar a ese dragón que, con el aullido de su bocina, pasa inmutable a milímetros de distancia.
Juana despierta con ojos que no ven y, recogiendo las piernas sobre la butaca, vuelve a dormitar. Me calmo y comienzo el cruce del que ahora sé un laberinto. Bajo nuevamente por el desvío a la derecha, pero en el lugar de cruzar, tomo a la izquierda por la autopista de varios carriles. Parpadeo por el cambio de luz al seguir la suave y larga curva debajo del trébol. Las luminarias pasan como rayos tartamudos, el tiempo se alarga y alucina mi memoria.
Deliro que me detengo, saludo a mi padre agitando la mano entusiasmado y le pregunto cómo lo trata el cielo. También  ambivalente, le digo que estaría orgulloso de mí. Sin embargo, ya soy mayor que él y comprendo aquellas obligaciones y anhelos que marcaron mi derrotero.
— ¿Y mamá…?
—Te espera más adelante, cuando se enteró que venías comenzó a cocinar— Sigue despidiéndose.
— ¡Mamá!, mamá…
—Acá, aquí estoy— me dice secándose las manos— Te quedas a comer, ¿no?
—Sí, pero rapidito. Aún hay mucho por recorrer y además tengo clases en la facultad— Llega papá, como y sigo.
A continuación, en el próximo fluorescente y, como si adivinara mi apuro, me aguarda mi hermano que, tiene listo un abrazo con los brazos abiertos. Mientras palmeo su espalda querida y nos raspa las mejillas la barba y los bigotes del ayer, miro el camino y le digo:
—Esto parece una fiesta de muertos, ¿tras la curva, me pasará algo?
—No, no te preocupés, es una sorpresa que te preparamos— sonríe.
Al seguir dudé, pero primero encontré a Diego.
— ¿Qué hacés acá?
—Los abuelos me contaron, en un sueño, de la fiesta y no pienso perdérmela.
— ¿Y Paula?
—Está al final, se demoró el vuelo desde el norte y casi no llegan.
El plural me alerta y en la oscuridad de un intervalo luminoso la llamo. — ¡Paula…, Paula…!
Me guío por su carcajada: —Acá, acá estoy. Le dio hambre a Lucas y le di la mamadera.
Cuando me acerco al que, parece será, el más simpático de mis nietos, me asalta uno de los huracanes caribeños. Es Laura que, celosa, brillante y multifacética, actúa en Hollywood, alborota y apresa mis piernas.
También me aturde con su — ¡Abuelo!, ¡abuelo! —Al mostrar la dentadura desportillada mientras señala el próximo incisivo que va a caer.
 Termino la curva y se achican mis pupilas por el sol de la mañana. Se apolilla y me raspa el disfraz de “ratón” y aún le debo la moneda bajo la almohada por el diente. Los cabellos de Juana me acarician la mejilla con su cabeza sobre mi hombro y la mano busca, tibia, mi corazón. Él late contento y agradecido por la breve y mágica ilusión que nos reunió a todos.


Carlos Caro
Paraná, 10 de abril de 2016
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23/6/16

Tu regazo



Siento que soy el planeta que gira del día a la noche en una sucesión infinita de amaneceres y ocasos. Me acompaña la luna que, misteriosa, me muestra la misma cara. Es allí donde alucino mares, cráteres y montañas con el blanco de la ancianidad. A medida que pasan sus fases, como un giróscopo, marca la duración, tic… de las horas, tac… y las mareas vienen y van. La arrastro conmigo en la gran elipse que, cada año, me apresa al sol y que inclinado recorro en invierno para regresar en verano.
 Somos ocho los vasallos que formamos el cortejo del Rey. Con él nací, con él enfurecí lleno de lavas y gases y junto a él, hace eones, me arrastra la Vía Láctea mientras cruzo su horizonte. Al hacerlo, me estremezco; mi órbita vacila y miro aterrado cómo el gran agujero negro de su centro se come la luz. Impune, devora también, a los sistemas y cada vez se torna más negro, más grande y más poderoso. No obstante, reverencio la enormidad del universo donde, con diferentes formas, bailan su minué las galaxias y los cúmulos de polvo.
Con satélites, azorado, observo Los Portales de la Creación, donde las chispas indican que nacen nuevos astros. Con ellos, sin creer, también capto el principio. Fue tan inaudito el calor que ni siquiera los átomos existían. Allí y en ese momento cayó vencida la antimateria.
Al detectar los rayos X, me asombro al descubrir que aquel mapa ancestral se dibujó en apenas centésimas de segundo, creciendo desde un punto a mayor velocidad que la luz. Por eso Einstein claudica, confuso, con su teoría.  Y los científicos, desesperados, lo llaman “Big Bang”. Creen que con otro nombre conseguirán esconder a Dios ¿Qué más necesitan? ¿Qué otra prueba requieren? ¿Qué nuevo milagro curará su ceguera?
Como un niño con catalejo, descubro a las novas que estallan en otras nebulosas y una vez más lo encuentro a Él. Las galaxias mantienen su forma con materia que no veo y por ello la llaman oscura. Deduzco sin comprender que hay energía también oculta y, con ella, éstas se separan alejándose entre sí. Con melancolía, el universo terminará cuando el último de los soles se apague en una oscuridad tan negra y fría que mi mente no puede abarcar. Ayer su voluntad eligió al mamífero, eligió al hombre. Y le dio el alma que peregrina en este “valle de lágrimas”; es su prueba y su vehículo para aprender.
Tal destino me sacude y soy nuevamente la Tierra, donde en el hemisferio iluminado, las nubes de tormenta lloran la lluvia, la que limpia y a la vez encubre lo que miro, fascinado tras el cristal de la ventana.
Percibo la eternidad de mi alma y la soledad de mi carne. Esa soledad nostálgica que lleva tu nombre. Esa soledad que llena el vacío con los recuerdos y las vivencias. Sin embargo, es otro espejismo de mi vanidad y solo recuperaré la cordura al curar mi mente afiebrada si descansa en tu amante regazo.


Carlos Caro
Paraná, 3 de abril de 2016
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