Otra vez la lluvia, otra vez el cielo
plomizo y sin sol. Nuevamente resuenan los truenos y repiquetean las gotas al
caer. Las nubes descargan su agua infinita sobre el mundo, aplastan mi ánimo y
esfuman mi alegría. Miro a través de la ventana esa cortina líquida que desdibuja
y lo inunda todo.
Oigo las quejas y alguna cáustica crítica
de mi esposa mientras empaca y junta lo
poco que tenemos de valor. Entiendo su enojo y recuerdo los años felices en los
que con mis hermanos labrábamos la tierra de nuestro padre. Él nos dirigía y
enseñaba con la experiencia de sus muchos años y aunque, estricto, era también
bondadoso y justo para repartir los frutos obtenidos.
Todo se despeñó hace casi un año,
cuando su mente declinó ante la vejez y, demente, comenzó a escuchar una voz en
su cabeza. Tratamos de hacerle ver su insania, pues solo él la oía; sin
embargo, alucinado, rugió al exigir respeto y abandonó su hogar. Se instaló
sobre una colina en un bosque de cipreses y nos ordenó construirle una nueva
morada de tres pisos de altura con la madera de esos árboles.
Amargamente y con dificultad, me uní a la
tarea ya que, con lástima y sumisión, sentí desechados mis argumentos ante su
fe en la quimera que lo impulsaba. Al terminar, se ubicó con mi madre en el
piso superior, pero aun así su locura empeoró. Confuso y con ojos desorbitados
ante cada lluvia, nos llamaba a ocupar los aposentos que había preparado para la
familia de cada hijo.
El grito enojado de mi mujer me avisa
que está lista y suena como un cachetazo. Con los hombros vencidos, la sigo y
la cubro para no mojarnos. En tanto recorremos con vergüenza el embarrado
camino, hacemos caso omiso de las risas y burlas de los vecinos:
— ¿No te hace daño el agua? — dijo
uno.
—Te llama tu papito y corres. — dijo
el otro.
— Apúrate, tus hermanos ya pasaron. —
dijo otro más.
Al llegar, cruzamos el gran portón
abierto y nos asalta un tufo húmedo y repugnante. Como cubrimos el nuevo refugio
con brea por fuera y por dentro, los pisos inferiores parecen oler a sudor y a
heces de animales. En el tercero, el viento despeja el aire y nos instalamos.
Por ser los últimos, mi padre nos espera ansioso y baja para cerrar.
Los días siguen oscuros y los reconocemos por
la cantidad de lámparas encendidas durante las comidas de toda la familia. Sin
embargo, es tan larga la tormenta que me pierdo en el tiempo y, confundido,
como y duermo a destiempo de los demás.
La sorpresa estalla ¡Las paredes y el
piso se inclinan! Horrorizado, siento como ecos los pedidos de auxilio y de
ayuda que provienen del exterior. Mi padre, mesándose los cabellos y la barba, parece
rodar por el corredor gritando:
— ¡Ha comenzado, ha comenzado! Con un
crujido escalofriante, nos enderezamos y, mientras la quilla termina de
arrastrarse sobre la tierra y las arboledas, la nave se balancea en un caos de
olas.
Mi padre sale a la cubierta. Entra el
viento que lo azota sin piedad y hace revolotear enloquecidas a las aves:
cuervos y palomas. Ellas nos indicarán el rumbo cuando todo pase y por eso me
apuro a encerrarlas con cuidado en las jaulas. En tanto a él, bajo la lluvia,
lo paralizan los rayos y lo obnubilan los truenos.
Al igual que un árbol cuando se quiebra con la
tormenta, sus piernas parecen astillarse al caer de rodillas y apenas comprendo
lo que dice, pues la distancia lo hace murmullo:
—Siempre confié en nuestra alianza,
Señor. Y, cuando las aguas bajen, mis hijos darán vida a una nueva humanidad,
libre de las ofensas que te infligió la violencia de ésta, la que ahogas y destruyes
con este diluvio.
Carlos Caro
Paraná, 18 de marzo de 2016
Descargar PDF: http://cort.as/dPt4
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