¡Qué frío!
Me digo a mí mismo mientras termino de despertar con un escalofrío. Le corto la
carne en cubos chiquitos a Sultán que, por la cantidad que come, parece descendiente del perro de Pantagruel. Si no estoy, es
capaz de comer cualquier cosa y atragantarse. Y hoy quiero llevar a Lucía a la
plaza.
— ¡Quiet…! ¡Fuera!
— Le grito—. Al dejar el cuenco en el fondo y hacer la mímica inútil de
levantar la mano para castigarlo. Cuando se distrae, huyo en silencio a través
de la casa y, cual carcelero, lo encierro con dos vueltas de llaves.
Camino unos metros hasta la casa siguiente y llamo
a la niña: —Lucía, Lucía... Me trago la risa para parecer lo que soy, un
anciano serio y amargado, y escucho sus pasitos que corren hacia mí. Pierde su
mano en la mía con el apretón con que la refreno y nos dirigimos al centro.
Me aturde con su charla que, sin tapón que la contenga,
se derrama. El sol nos entibia en la soledad de la siesta y en un mutismo
ansioso que me ha costado un reto conseguir, proseguimos. Como cojeo, debe dar
dos pasos por cada tranco que doy, de modo que todo se torna lento, tranquilo y
la distancia se alarga infinita.
Vuelan mis
pensamientos hacia otras ciudades, otros amores y otro destino que extraño,
abstraído, al pasar cuadra a cuadra el damero que es Buenos Aires. Detrás del
Cabildo, cerca de la Gobernación y el puerto, naufragamos en la plaza.
Nos socorren una rayuela, una cuerda para saltar
(que gira en el aire y bate el suelo) y las risas de otros niños. Lucía se une y
corre tras una pelota de colores gastados.
Con desilusión, no encuentro a mi único amigo y me
aplasta lo lejano de mi comarca. Con José cambiamos de mundo y, al contrario de
él, en estos últimos treinta años no he conseguido adaptarme. Sin embargo, me
convenzo que llegará como llegó apenas minutos antes que partiera aquel navío
que nos trajo.
Entre tanto,
me siento en un banco, frunzo el ceño ante la puntada de dolor que sube por la
pierna desde la vieja herida y sacudo la cabeza para obligarme al olvido de ese
pasado sangriento que me aterroriza. Aspiro el aire como un ahogado y al
levantar la vista me encandila la luz reflejada en la cúpula de la Catedral. Se
transforma en otra lejana que arde en llamas y el humo del incendio oscurece el
cielo mientras huelo el acre de la carne calcinada. Mis manos se levantan para
tapar la visión, pero están rojas por la sangre que corre por mis brazos.
— ¡Manuel! Hombre ¿Que te pasa?, ¿te encuentras bien? — pregunta José.
—Uff... no, la verdad es que estaba allí, ya sabes.
—Hay, amigo, no te dejes vencer ¿Para que vinimos
aquí sino? — dice al sentarse a mi lado.
—Ay días en que se me hace difícil, escuchó los
cañones y el avispéo de las balas— le contesto.
—Yo no. He hecho borrón y cuenta nueva.
— ¿Tan
fácil? ¿Nunca recuerdas aquello?
—No. Así lo decidí entonces y así lo mantengo—
grita José ofuscado.
—Pero, ¿tampoco las cosas buenas? ¿No tenías mujer,
hijos o un terruño?
—No. No. No. Todo eso en existe, no pasó.
Nuestra juventud terminó cuando cruzamos los Apeninos para luchar junto a los
franceses.
—Hace treinta años José, las cosas han cambiado— le
susurro para calmarlo.
—Eres un cabeza hueca Manuel ¿Crees que no han
hecho listas? Si volvemos, aún hoy, nos fusilan por desertores.
—Sí, tienes razón. Murió tanta gente en los
bombardeos como por hambre y la peste. También los ejércitos sucumbieron. Fueron
millones, demasiados— me lamento.
—Así es. Pasa página y comienza de nuevo aquí Manuel; ríe y cambia esa cara
avinagrada ¿O tendré que arrepentirme de haberte salvado?
—No. José, aún recuerdo la batalla de “Malplaquet”,
tu arrojo y tu valentía. Me cargaste dos
kilómetros, hasta nuestras líneas, cuando esa bala destrozó mi pierna— le contesto
agradecido y pícaro le pregunto: — ¿Recuerdas la noche siguiente? Con una
carcajada me responde: — Claro que sí, estábamos locos de alegría y, aunque perdimos,
lo machacamos a ese Duque inglés: Mambrú ¿Fue terminando el invierno de 1709, verdad?
—Más que locos, estábamos borrachos y aún recuerdo
esa cancioncilla con la que nos burlábamos de él.
Mambrú se fue a la guerra,
¡qué dolor, qué dolor, qué pena!,
Mambrú se fue a la guerra,
no sé cuando vendrá.
ah-ah-ah, ah-ah-ah
no sé cuando vendrá.
Vendrá para la Pascua,
chipirín, chipirín, chin chin,
vendrá para la Pascua
o para Trinidad.
ah-ah-ah, ah-ah-ah
o para Trinidad.
La Trinidad se pasa,
chipirín, chipirín, chin chin,
la Trinidad se pasa,
Mambrú no vuelve más.
ah-ah-ah, ah-ah-ah
Mambrú no vuelve más.
Mambrú se ha muerto en guerra,
chipirín, chipirín, chin chin,
Mambrú se ha muerto en guerra,
lo llevan a enterrar.
ah-ah-ah, ah-ah-ah
lo llevan a enterrar.
Con cuatro oficiales,
chipirín, chipirín, chin chin,
con cuatro oficiales,
y un cura sacristán.
ah-ah-ah, ah-ah-ah
y un cura sacristán.
Arriba de su tumba,
chipirín, chipirín, chin chin,
Arriba de su tumba,
un pajarito va.
ah-ah-ah,
ah-ah-ah
un pajarito va.
Cantando el pío-pío,
chipirín, chipirín, chin chin,
cantando el pío-pío,
y el pío-pío pa.
ah-ah-ah,
ah-ah-ah
y el pío-pío pa.
Canción “Mambrú se fue a la guerra”
de autor anónimo.
Carlos Caro
Paraná, 26 de marzo de
2016
No sé si te acordás de mí, de allá lejos y hace tiempo cuando teníamos 15. Me gusta tu narración, gracias.
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