Salí antes del amanecer con Juana somnolienta al
lado. Nos dirigimos hacia la pequeña ciudad de María grande. Precavido, uso las
luces del automóvil que se confunden con la claridad del alba. El rumor del
motor es cuna y en la soledad de la carretera un bostezo me despabila. Ni siquiera
recuerdo el motivo o a quién visitábamos en aquel viaje, pero quedó grabado a
fuego en mi cabeza. Aún lo siento como un tatuaje que cosquillea en mi piel.
Justo antes de que se apaguen las farolas, llego al
enorme complejo de tréboles y viaductos que permiten cruzar o alcanzar varias
autopistas. Haciendo gala de mi GPS mental, tomo el desvío a la derecha,
desciendo y cruzo una autovía. Solo dudo un instante al subir por la rampa y
retomar. El orgullo debió esconder el primer cartel, sin embargo, no puede
negar al segundo que, como si dijera Aracataca, me hace comprender que estoy
perdido.
Doy una
vuelta en U y regreso. Apago los faros por la claridad de un amanecer que se
presiente con el vuelo de las aves mañaneras y, al reconocer el lugar del equívoco,
otra vez giro en redondo. Me detengo tembloroso en la banquina para exorcizar a
ese dragón que, con el aullido de su bocina, pasa inmutable a milímetros de
distancia.
Juana despierta con ojos que no ven y, recogiendo
las piernas sobre la butaca, vuelve a dormitar. Me calmo y comienzo el cruce
del que ahora sé un laberinto. Bajo nuevamente por el desvío a la derecha, pero
en el lugar de cruzar, tomo a la izquierda por la autopista de varios carriles.
Parpadeo por el cambio de luz al seguir la suave y larga curva debajo del
trébol. Las luminarias pasan como rayos tartamudos, el tiempo se alarga y
alucina mi memoria.
Deliro que me detengo, saludo a mi padre agitando
la mano entusiasmado y le pregunto cómo lo trata el cielo. También ambivalente, le digo que estaría orgulloso de
mí. Sin embargo, ya soy mayor que él y comprendo aquellas obligaciones y
anhelos que marcaron mi derrotero.
— ¿Y mamá…?
—Te espera más adelante, cuando se enteró que venías
comenzó a cocinar— Sigue despidiéndose.
— ¡Mamá!, mamá…
—Acá, aquí estoy— me dice secándose las manos— Te
quedas a comer, ¿no?
—Sí, pero rapidito. Aún hay mucho por recorrer y
además tengo clases en la facultad— Llega papá, como y sigo.
A continuación, en el próximo fluorescente y, como
si adivinara mi apuro, me aguarda mi hermano que, tiene listo un abrazo con los
brazos abiertos. Mientras palmeo su espalda querida y nos raspa las mejillas la
barba y los bigotes del ayer, miro el camino y le digo:
—Esto parece una fiesta de muertos, ¿tras la curva,
me pasará algo?
—No, no te preocupés, es una sorpresa que te
preparamos— sonríe.
Al seguir dudé, pero primero encontré a Diego.
— ¿Qué hacés acá?
—Los abuelos me contaron, en un sueño, de la fiesta
y no pienso perdérmela.
— ¿Y Paula?
—Está al final, se demoró el vuelo desde el norte y
casi no llegan.
El plural me alerta y en la oscuridad de un
intervalo luminoso la llamo. — ¡Paula…, Paula…!
Me guío por su carcajada: —Acá, acá estoy. Le dio
hambre a Lucas y le di la mamadera.
Cuando me acerco al que, parece será, el más
simpático de mis nietos, me asalta uno de los huracanes caribeños. Es Laura
que, celosa, brillante y multifacética, actúa en Hollywood, alborota y apresa
mis piernas.
También me aturde con su — ¡Abuelo!, ¡abuelo! —Al
mostrar la dentadura desportillada mientras señala el próximo incisivo que va a
caer.
Termino la
curva y se achican mis pupilas por el sol de la mañana. Se apolilla y me raspa el
disfraz de “ratón” y aún le debo la moneda bajo la almohada por el diente. Los
cabellos de Juana me acarician la mejilla con su cabeza sobre mi hombro y la
mano busca, tibia, mi corazón. Él late contento y agradecido por la breve y
mágica ilusión que nos reunió a todos.
Carlos Caro
Paraná, 10 de abril de 2016
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