Sueño…, y adormilado me siento y
apoyo sobre la mesa de juego. Cubierta por felpa verde, cumple con resignación
la tarea de mesa principal en la inesperada e interminable prisión domiciliaria
a la que sido condenado sin derecho a defensa ni pataleos. Los años han
debilitado aún más sus soportes y se tambalea como si mi peso fuera el de un
titán, también gime y lloriquea como si su honradez y buen nombre estuviera en
entredicho. Su paño suave dispara un flash en mi memoria y la veo usada con
familiaridad por mis padres en esas maratónicas sesiones de bridge o de póker
que mantenían con amigos.
Recuerdo cómo se reían contando anécdotas y
chistes o, cuando mamá, inventaba los más estrafalarios disfraces y cábalas
para que la suerte la favoreciera. Me escondía tras la puerta para verlos; eran
el más entretenido espectáculo comparado con una cena intrascendente, una
televisión aburrida o la lectura de un libro que seguiría allí mañana.
Como la mesa conocía el anverso de
las cartas invertidas, sabía antes quién ganaría, y parecía que mágicamente se
movía en su dirección felicitándolo. Me parece ver todavía los círculos húmedos
que dejaban los vasos con whisky y hielo o jugos de frutas y el tufo del tabaco
(que formaba una niebla que en aquel entonces todavía no se sabía asesina)
sobre los participantes.
El presentimiento de un trueno me
regresa del recuerdo, y de mala gana corro las cortinas enfrentando un mundo apocalíptico:
gris, sucio, sin aves ni vida ni movimientos que la revelen. En mi angustia me
parece ser el único sobreviviente. No es la luz del alba la que me ilumina sino
la de un amanecer que supongo detrás de un techo de nubes inmóviles, quienes
sin fuerzas ni ganas de rayos o truenos, solo están allí para dejar caer una
lluvia vertical que el calentamiento global evapora antes de llegar al suelo y
que sobrellevo gracias al aire acondicionado de mi refugio.
Visualizo en mi mente cómo era antes
viajar en avión, cuando tras el despegue y un vibrante ascenso sonaba un campanilleo
electrónico que indicaba que estaba en altitud y rumbo. Podía en aquel momento
desabrochar el cinturón de seguridad y ver por la ventanilla la tierra de los
hombres que mostraban su afán suicida al calentar el mundo y arriba, diáfano,
lleno de sol, un cielo que parecía una tasa de porcelana celeste que terminaba
en un horizonte mucho más curvo de aquel que viera Colón.
Ahora, tras el desastre, la capa de
nubes, llega hasta la estratósfera, sumiendo cualquier gloria o desatino humano
en un manto de vapor impenetrable.
Sin televisión, teléfono ni internet
me distraigo releyendo revistas o libros. Con las horas, mi ansiedad aumenta
esperando el ruido de llaves en la puerta de entrada. Desde el accidente que me
afligió, Laura viene día por medio, repasa la limpieza, riega las plantas y
repone las comidas en el refrigerador del departamento hasta que me restablezca.
Antes de ayer, casi a la noche,
mientras la televisión me mostraba la erupción en el sol que producía una
inesperada tormenta solar que azotaba el planeta, todo se apagó: luz, teléfono,
todo. Por suerte o para prolongar la agonía, la electricidad volvió enseguida,
pero lo demás no.
Desde entonces no tengo noticias, no
he visto a nadie en ningún edificio circundante y ni siquiera escucho el
tránsito. La gente, bajo la flama solar, se debe haber retirado de la ciudad
como de un hormiguero formando un atasco monumental.
Seguramente, la desesperación derivó en
violencia y la retirada en huida desordenada, caótica, y mortalmente animal.
Otros deben haber usado las construcciones para protegerse como topos y,
recurriendo al pillaje de supermercados y almacenes, se atrincheraron esperando
prevalecer.
Son ya las ocho de la mañana, Laura
debe ser otra víctima del fin de los tiempos y, en mi estado, sin agua y con
las pocas provisiones que quedan, no duraré mucho más, pienso sin resignarme a
esa horrible muerte por hambre y sed. De modo que lleno la bañera con agua caliente
y decido el suicidio como los antiguos romanos, cortándome las venas de las
muñecas. Me tranquilizo, hago las paces con mi destino y sorpresivamente el
vapor del baño difumina la realidad…
—Arriba, se le ha hecho tarde.
— ¿Laura, te salvaste?— pregunto
sorprendido.
—Por supuesto, yo siempre me salvo. Ha tenido una pesadilla, son más de
las ocho y media y, si no se apura, se queda sin desayunar.
La soledad me enajena
mientras Laura desaparece fantasmal y, en tanto sobrellevo el desayuno con las
últimas sobras del café recalentado sobre la mesa oscilante, miro el cementerio
de lo que fuera el jardín.
Veo los restos de los pájaros corruptos
y ulcerados junto a las plantas quemadas y resecas mientras la lluvia cae entre
el omnipresente vapor.
Carlos Caro
Paraná, 17 de febrero de 2016
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