Subió las escaleras
con donaire, por costumbre balanceó las caderas provocativamente, pero el sueño
y la premura la deslucían. Agitada por la fuga cuando recién amanecía, entró en
la terminal de ómnibus, pero el ir y venir de pasajeros y de los acompañantes que los despedían la molestó.
Sentía que todas las miradas la acusaban y reprobaban. No le importó, levantó desafiante la barbilla y taconeó elegante
hacia la rampa de salida, prefería esperar tranquila en el autobús a soportar
los cuchicheos de la muchedumbre.
Le entregó el pasaje
al conductor, dudó un instante si instalarse en el piso superior, pero al final
se decidió por el cuarto butacón de la derecha contra la ventanilla. Se acomodó
junto al pequeño bolso que constituía todo el equipaje. El resto de sus
pertenencias habían quedado desparramadas en aquel cuartucho, desechadas por un
fajo de billetes arrebatado con mentiras y el propósito de la libertad.
Miró su aspecto en el
reflejo del vidrio y se congratuló de sus méritos: la belleza y la juventud. Un
muchacho de buen aspecto colocó su valija en el maletero del otro lado del
pasillo. Jugando consigo misma, le clavó la vista en la nuca para verle los
ojos de frente al girarse y verla. Cuando ocurrió, él recorrió el cuerpo
femenino con lujuria y le sonrió a modo de saludo e invitación. Orgullosa de sus
dones, hizo subir algo más la minifalda al cruzar las piernas y buscó en el
bolso el espejo para comprobar si, con el apuro y la poca luz, el maquillaje
lucía bien.
Así encontró el sobre,
sin sellos ni marcas y, cuando desdobló la hoja que contenía, ésta pareció
desmayarse sobre su regazo. Aunque ya el sol iluminaba, parecía gris y húmeda
de lágrimas. Comenzó a leerla desapasionadamente, aburrida, como una obligación
y no se dio cuenta de que la firma al pie, temblorosa e inclinada, seguía cayendo
en un lánguido surco hasta el borde de la hoja.
Al terminar, preocupada,
desandó el pasillo, bajó de uno en uno los escalones del bus hasta la
plataforma y corrió hacia la salida. Sorteó sandalias y zapatos, valijas y
mochilas, cruzó la calle sin precaverse de los vehículos y asustada, siguió
ciega el cordón de la vereda. La urgencia la acicateaba en una agonía sentimental
hasta que de pronto cesó. El impulso se evaporó, nada la impelía y por un
momento vaciló. Sin embargo, más tranquila y resignada quiso cubrir sus rastros
y siguió adelante.
Zigzagueó entre las
baldosas de una rayuela dibujada con tiza en la vereda y una lágrima asomó al
cruzar la meta del cielo. Le recordó otra rayuela y otro cielo, cuando, con doce
años, la brutalidad y el abuso la hizo mujer y la encadenó a la traición, al
sinamor y al comercio del cuerpo.
Pasó nuevamente por
delante de la florería, el almacén y la vinería, dando por fin con la puerta
despintada de la pensión. Subió sin esperanzas cada escalón hasta el tercer
piso y se dirigió a la puerta más escondida entre la sombras y en la que,
espantada, encontraría sin ilusión, a su amante. Al entrar, ni siquiera se
distrajo con la mesa que olía a vino rancio y suavemente subió a la cama.
Siguió acercándose sobre
las sábanas arrugadas y sucias por el sudor del sexo sin cariño. En la
obscuridad de las cortinas cerradas e impregnadas con el acre olor a
cigarrillos, encontró los dedos de él manchados de sangre y engarfiados al
gatillo suicida de la pistola calibre 22. La misma que solía esconder ella en
su cartera para defensa, dado su pequeño tamaño.
Vaciló al mirar la sangre que parecía devorar
la almohada; delirante, escuchó el eco de su risa ronca mientras escribía
aquella última carta e imaginó su ánimo mortal al dormirse borracho. Él sabía
que ella lo abandonaría en la mañana, dejó el cajón abierto con el dinero al
despedirse y escondió la pistola.
La furia la enardeció
y con un manotazo le arrancó el arma de la mano. Ese engreído, criado en cuna
de oro, la quiso comprometer con la policía que, al averiguar su convivencia en
la pensión, la buscaría como mastines a una presa. Maldijo mientras parecía
volar escaleras abajo y en la vereda detuvo un taxi.
Se dirigió a la
terminal pues no podía permitirse perder el autobús y quería vacaciones con el
muchacho que, estaba segura, había
conquistado sin remedio ni arrepentimientos.
Carlos Caro
Paraná, 20 de febrero
de 2016
No hay comentarios.:
Publicar un comentario