9/3/16

Revancha



Subió las escaleras con donaire, por costumbre balanceó las caderas provocativamente, pero el sueño y la premura la deslucían. Agitada por la fuga cuando recién amanecía, entró en la terminal de ómnibus, pero el ir y venir de pasajeros y de los  acompañantes que los despedían la molestó. Sentía que todas las miradas la acusaban y reprobaban. No le importó, levantó  desafiante la barbilla y taconeó elegante hacia la rampa de salida, prefería esperar tranquila en el autobús a soportar los cuchicheos de la muchedumbre.

Le entregó el pasaje al conductor, dudó un instante si instalarse en el piso superior, pero al final se decidió por el cuarto butacón de la derecha contra la ventanilla. Se acomodó junto al pequeño bolso que constituía todo el equipaje. El resto de sus pertenencias habían quedado desparramadas en aquel cuartucho, desechadas por un fajo de billetes arrebatado con mentiras y el propósito de la libertad.

Miró su aspecto en el reflejo del vidrio y se congratuló de sus méritos: la belleza y la juventud. Un muchacho de buen aspecto colocó su valija en el maletero del otro lado del pasillo. Jugando consigo misma, le clavó la vista en la nuca para verle los ojos de frente al girarse y verla. Cuando ocurrió, él recorrió el cuerpo femenino con lujuria y le sonrió a modo de saludo e invitación. Orgullosa de sus dones, hizo subir algo más la minifalda al cruzar las piernas y buscó en el bolso el espejo para comprobar si, con el apuro y la poca luz, el maquillaje lucía bien. 

Así encontró el sobre, sin sellos ni marcas y, cuando desdobló la hoja que contenía, ésta pareció desmayarse sobre su regazo. Aunque ya el sol iluminaba, parecía gris y húmeda de lágrimas. Comenzó a leerla desapasionadamente, aburrida, como una obligación y no se dio cuenta de que la firma al pie, temblorosa e inclinada, seguía cayendo en un lánguido surco hasta el borde de la hoja. 

Al terminar, preocupada, desandó el pasillo, bajó de uno en uno los escalones del bus hasta la plataforma y corrió hacia la salida. Sorteó sandalias y zapatos, valijas y mochilas, cruzó la calle sin precaverse de los vehículos y asustada, siguió ciega el cordón de la vereda. La urgencia la acicateaba en una agonía sentimental hasta que de pronto cesó. El impulso se evaporó, nada la impelía y por un momento vaciló. Sin embargo, más tranquila y resignada quiso cubrir sus rastros y siguió adelante.

Zigzagueó entre las baldosas de una rayuela dibujada con tiza en la vereda y una lágrima asomó al cruzar la meta del cielo. Le recordó otra rayuela y otro cielo, cuando, con doce años, la brutalidad y el abuso la hizo mujer y la encadenó a la traición, al sinamor y al comercio del cuerpo.

Pasó nuevamente por delante de la florería, el almacén y la vinería, dando por fin con la puerta despintada de la pensión. Subió sin esperanzas cada escalón hasta el tercer piso y se dirigió a la puerta más escondida entre la sombras y en la que, espantada, encontraría sin ilusión, a su amante. Al entrar, ni siquiera se distrajo con la mesa que olía a vino rancio y suavemente subió a la cama.

Siguió acercándose sobre las sábanas arrugadas y sucias por el sudor del sexo sin cariño. En la obscuridad de las cortinas cerradas e impregnadas con el acre olor a cigarrillos, encontró los dedos de él manchados de sangre y engarfiados al gatillo suicida de la pistola calibre 22. La misma que solía esconder ella en su cartera para defensa, dado su pequeño tamaño.
  Vaciló al mirar la sangre que parecía devorar la almohada; delirante, escuchó el eco de su risa ronca mientras escribía aquella última carta e imaginó su ánimo mortal al dormirse borracho. Él sabía que ella lo abandonaría en la mañana, dejó el cajón abierto con el dinero al despedirse y escondió la pistola.

La furia la enardeció y con un manotazo le arrancó el arma de la mano. Ese engreído, criado en cuna de oro, la quiso comprometer con la policía que, al averiguar su convivencia en la pensión, la buscaría como mastines a una presa. Maldijo mientras parecía volar escaleras abajo y en la vereda detuvo un taxi.

Se dirigió a la terminal pues no podía permitirse perder el autobús y quería vacaciones con el muchacho que, estaba segura,  había conquistado sin remedio ni arrepentimientos.


Carlos Caro

Paraná, 20 de febrero de 2016

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