Los años me abaten con un conformismo
resignado. No me importa la promesa de la primavera sin tu risa al despertar.
Mantas, vestiduras y los afeites, se confunden con la melancolía. El café y las
tostadas, el amanecer y los pájaros, así como el perro que me ladra, no logran
sacudirme tu locura o mi alienación.
Sin advertirlo se abren los
ventanales, desayuna el can y me persigue sin tregua y juguetón. Como en un
sueño me interno en tu selva sin podar y me duele el corazón con el recuerdo…
Pala, rastrillo y tijeras, insecticida y
serrucho tus dominios emprolijan. Se cuadra el césped con la cortadora, mueren
pérfidos gusanos y laboriosas hormigas. El filo del acero corta sin piedad
gajos, ramas y, si no corriera, la cola del perrito que alborota.
Todo ha cambiado y tropiezo al retornar.
Busco en lugares ya hollados e imagino los restos del perfume, los ecos silentes
de tu voz y una risa en el rincón. Almuerzo y siesta se enredan en el anhelo de
visitarte y en el cielorraso marchan los minutos y las horas, inmisericordes,
en un desfile cruel y eterno.
Llega el instante y camino las
veredas, tibias y luminosas, como si fueran un mágico océano que nos separa. Saludo
a José, el portero, en la entrada. Me persigno ante el altar polideico de
Nyarlathotep que adora Moisés y adelanto el caballo blanco en la partida de
ajedrez que hace semanas juegan inmóviles otros residentes. Al pasar canto: ¡Envido y truco, carajo!,
a los contendientes de los garbanzos y le preguntó a Clarita, antes de entrar,
si todavía duermes.
Tu pecho respira tranquilo aunque las
pestañas presienten, nerviosas, el despertar. Se abren y me enajeno en ese
universo de niña feliz y que no alberga pesares. Cumplimos otra vez nuestro
rito pagano y contraemos enlace en el fondo del edificio. Te preceden hacia el
altar las madrinas. Arrojan plumas, cacareos y se sonrojan ante el gallo
iridiscente que nos bendecirá.
Los padrinos, trasparentes, nos
sonríen y el Chiquito que nos sigue, hace piruetas y nos ladra con celos. Las
flores bailan al compás del órgano de colores del arcoíris y las hojas verdes
susurran el coro que, triunfante, nos acompasa.
Imagino una guirnalda en tu sien y una
gardenia en mi ojal, así como aquellos anillos que, desde entonces, nos unen.
El turbado beso que escanciamos marca el atardecer, la despedida, y el
solitario regresar.
Cierro…, sin apetito y en la oscuridad
titubeo, el tormento me aplasta ¿No tendrá fin el espanto? ¿No será más humano perder
toda razón?
Hoy ni siquiera recordaste mi
nombre.
Carlos Caro
Paraná, 9 de junio de 2016
Descargar PDF: http://cort.as/hiY3
No hay comentarios.:
Publicar un comentario