17/6/16

Amor y tiempo



Los años me abaten con un conformismo resignado. No me importa la promesa de la primavera sin tu risa al despertar. Mantas, vestiduras y los afeites, se confunden con la melancolía. El café y las tostadas, el amanecer y los pájaros, así como el perro que me ladra, no logran sacudirme tu locura o mi alienación.
Sin advertirlo se abren los ventanales, desayuna el can y me persigue sin tregua y juguetón. Como en un sueño me interno en tu selva sin podar y me duele el corazón con el recuerdo…
 Pala, rastrillo y tijeras, insecticida y serrucho tus dominios emprolijan. Se cuadra el césped con la cortadora, mueren pérfidos gusanos y laboriosas hormigas. El filo del acero corta sin piedad gajos, ramas y, si no corriera, la cola del perrito que alborota.
Todo ha cambiado y tropiezo al retornar. Busco en lugares ya hollados e imagino los restos del perfume, los ecos silentes de tu voz y una risa en el rincón. Almuerzo y siesta se enredan en el anhelo de visitarte y en el cielorraso marchan los minutos y las horas, inmisericordes, en un desfile cruel y eterno.
Llega el instante y camino las veredas, tibias y luminosas, como si fueran un mágico océano que nos separa. Saludo a José, el portero, en la entrada. Me persigno ante el altar polideico de Nyarlathotep que adora Moisés y adelanto el caballo blanco en la partida de ajedrez que hace semanas juegan inmóviles otros residentes. Al pasar canto: ¡Envido y truco, carajo!, a los contendientes de los garbanzos y le preguntó a Clarita, antes de entrar, si todavía duermes.
Tu pecho respira tranquilo aunque las pestañas presienten, nerviosas, el despertar. Se abren y me enajeno en ese universo de niña feliz y que no alberga pesares. Cumplimos otra vez nuestro rito pagano y contraemos enlace en el fondo del edificio. Te preceden hacia el altar las madrinas. Arrojan plumas, cacareos y se sonrojan ante el gallo iridiscente que nos bendecirá.
Los padrinos, trasparentes, nos sonríen y el Chiquito que nos sigue, hace piruetas y nos ladra con celos. Las flores bailan al compás del órgano de colores del arcoíris y las hojas verdes susurran el coro que, triunfante, nos acompasa.
Imagino una guirnalda en tu sien y una gardenia en mi ojal, así como aquellos anillos que, desde entonces, nos unen. El turbado beso que escanciamos marca el atardecer, la despedida, y el solitario regresar.
Cierro…, sin apetito y en la oscuridad titubeo, el tormento me aplasta ¿No tendrá fin el espanto? ¿No será más humano perder toda razón?
Hoy ni siquiera recordaste mi nombre.


Carlos Caro
Paraná, 9 de junio de 2016
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